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Curiosa comida de

domingo

Chilín el Tuerto era el dueño del único bar del pueblo. Su sobrenombre lo tenía más que merecido pues, con tan sólo 5 años la curiosidad le hizo asomarse por el cañón de la escopeta de su padre, pero después de todo Chilín tuvo suerte, mucha suerte, escogió la de cazar perdices y no jabalís. Corría el año 1916 cuando el muchacho comenzó a ver tan sólo la mitad de las virtudes de la vida.

De niño, Chilín no era muy agraciado, una cara redonda, tan ancho de hombros como de cintura y con los tobillos similares a los muslos, se asemejaba más a un bufón que a un crío. Por suerte, su carácter compensaba su apariencia, era un chico amigable y chistoso. Ayudaba a su padre en El Nogal, una pequeña taberna heredada de su abuelo que a base de mucho trabajo, la familia conseguía sacar adelante. La madre de Chilín, Carmina, se encargaba de la cocina mientras su padre Adelaido era el señor de la barra.

Enlazando primaveras, Chilín creció rápido, tanto como una España que a pesar de seguir cumpliendo años nunca acababa de madurar.

Aunque al menos, a Chilín no le sentaba tan mal hacerse mayor, sus hombros siguieron ensanchando y su cara comenzó a moldearse en la pubertad. Eran vecinos de un maestro y pudo aprender a leer y escribir, todo un privilegio en la Castilla de principios del s.XX.

Carmina falleció repentinamente unos días antes de que Chilín cumpliera sus 22 años y su padre le dejó unos meses después fruto de un desafortunado accidente de caza, así que sin tiempo para la juventud, el Tuerto se tuvo que poner al frente de El Nogal.

La vida en el pueblo resultaba tranquila, no había grandes lujos pero había trabajo, y al fin y al cabo eso era todo lo que el Tuerto necesitaba. Chilín era un hombre de su época, placeres sencillos, con 7 años bastaba una pelota para hacerle sonreír y a los 30 se conformaba con un queso fuerte y algo de vino. El vino nunca faltaba en El Nogal, era el único bar del pueblo y aunque sus suministros no eran para tirar cohetes eran más que suficientes, pero el queso… el queso era otro asunto, las cosas en la vaquería no iban del todo bien.

Paco, uno de los mejores amigos de el Tuerto, era el encargado de la vaquería que se encontraba a las afueras del pueblo, y llevaba un tiempo con problemas. Por las noches, los gatos del pueblo se colaban en las cubas donde se dejaba enfriar la leche para comerse la nata, dejando la leche aclarada, sin apenas sabor, como si de agua blanca se tratase.

Un viernes gris de principios de noviembre, Paco se acercó a El Nogal con una idea para solucionar aquel problema.

–Chilín, ¡un vino! –dijo Paco mientras se apoyaba en la barra con una sonrisa pícara.

 

El tuerto se acercó con dos vasos de tinto y solo un vistazo a la cara de Paco le bastó para observar su mirada cómplice.

–Dime Paco, ¿Qué te ronda por la cabeza? Que esa cara… –comentó Chilín mientras se inclinaba sobre la barra.

–Mira, ¿tú no tendrás por ahí unas cabezas de pescado, algunas sobras o cosa así?

El tuerto, tras un levantar de cejas, apretó la comisura de sus labios con un gesto de seriedad y asintió con la cabeza.

–Bien, pónmelas en una bolsa que me las llevo.

 

Chilín, tras toda la vida conociendo a Paco decidió no preguntar y se marchó hacia la cocina mientras Paco, apoyado en la barra comenzó a liarse un cigarrillo. A punto de encenderlo, le llegó un terrible hedor. Chilín caminaba de vuelta por fuera de la barra, arrastrando un saco. No parecía pesar mucho pues iba medio vacío pero aun así el olor era nauseabundo.

Paco se incorporó, le dio un último trago al vino y se acercó a Chilín, agarró el saco y lo cargó a un hombro, le dio una palmada en el brazo en señal de agradecimiento y comenzó a andar hacia la puerta.

–¡Eh! Lo de la basura vale… pero el vino qué, ¿ni un duro? –dijo el Tuero con un tono que incitaba más a la carcajada que a sacarse una peseta del bolsillo.

Paco soltó el saco, cogió su caja de cerillas de uno de los bolsillos de su pantalón y encendió su cigarrillo

.

–Tranquilo amigo, mañana te invito a comer –dijo sonriente mientras echaba el humo.

 

Volvió a cargarse el saco al hombro y se perdió tras el umbral de la puerta de El Nogal.

Al llegar a la finca de la vaquería, Paco llevó a cabo su idea. Con unas tablas de madera construyó un par de cajones con una trampilla que bajara cuando los gatos pasaran y metió dentro las sobras de pescado que el Tuerto le había dado. Tras dejarlo todo preparado para la noche de los bigotes largos, fue a acostar a su hijo y después a dormir.

El hijo de Paco, Alfonso, tenía 6 años y acostumbraba a levantarse temprano, muy temprano, ya que cada noche, cogía a hurtadillas un par de vasos de la cocina, los llenaba de leche recién ordeñada y los colocaba en el tejado. A la mañana siguiente subía y saboreaba los únicos helados que llegaban al pueblo, los del relente de las noches de noviembre.

Al amanecer del sábado, Alfonso, como de costumbre estaba disfrutando de su frío desayuno cuando unos extraños ruidos provenientes del establo le sobresaltaron tanto que el vaso de leche se le cayó al suelo. El muchacho no reparó en el estropicio que había ocasionado y salió corriendo a toda prisa hacia la fuente de aquellos extraños sonidos. ¿Qué sería aquello? Él había vivido toda su vida en aquella finca y conocía a la perfección el sonido de cada uno de los animales que había, pero aquellos no le resultaban nada familiares, gemidos agudos y entrecortados que le ponían la piel de gallina.

 

A medida que se acercaba al establo podía distinguir algo que intentaba rasgar la madera, ¿Serían zarpas? El crío corrió alarmado hasta dentro de la casa cuándo se topó con su padre en el pasillo.

–¡Alfonso! ¿Qué pasa? –preguntó Paco alarmado al ver la cara de su hijo, blanca como la leche que acababa de derramar.

–Padre… –dijo Alfonso apoyándose en las rodillas para tomar algo de aire– Hay un oso en el establo… Le he oído arañar la madera desde dentro y llorar…

–Vaya, ¿un oso? –Paco no pudo contener una sonrisa y un suspiro cuando entendió todo– Pues comeremos oso –se puso en cuclillas y apoyó su mano en el hombro del chico para calmarlo–Ven conmigo.

 

Salieron de la casa en dirección al establo y por cada paso que daban, la cara del pequeño palidecía un poco más. Paco le hizo un gesto para que le esperara allí. Abrió la puerta y entró. Enseguida salió arrastrando los dos cajones de madera. Mientras Alfonso no entendía nada.

–Aquí está tu oso hijo –dijo Paco sonriendo.

El sonido que salía de aquellos cajones ya le parecía mucho más inofensivo a Alfonso.

–¿Son gatos? –preguntó el niño mientras su miedo se transformaba en asombro.

–Si, los que se comían toda la nata.

–Hala… –Alfonso era pura admiración– ¿y qué vas a hacer con ellos?

–Se los voy a dar a Chilín para que los cocine, ¿quieres probarlos?

 

El muchacho asintió con una sonrisa. La curiosidad era demasiado fuerte como para negarse y, aunque la familia de Paco no pasara hambre, había necesidad. Cenar cocido 6 veces por semana no es un menú de ensueño.

Paco metió a los gatos en el mismo saco en el que el Tuerto le había dado las raspas de pescado y comenzó su camino rumbo a El Nogal. El viaje, aunque se tratara de un escaso cuarto de hora, se le hizo interminable, los 5 gatos que había atrapado estaban vivos y se movían como auténticos demonios.

 

Paco les propino algún golpe pero eso no hacía más que empeorar el carácter de los felinos.

Cuando por fin llegó a El Nogal, la puerta estaba cerrada y Chilín, en su interior, más dormido que despierto, hacía las pesadas labores de cada mañana antes de abrir.

–¡Eh Tuerto! –gritó Paco mientras tocaba la tosca puerta de madera– Ábreme que te traigo un regalo.

–Ya va, ya va… –gruñó Chilín desde el interior.

Chilín abrió la chirriante puerta del bar y encontró a Paco apoyado en la pared de piedra del bar.

–Ahí tienes la comida que te debía –dijo Paco mientras señalaba el saco lleno de gatos.

 

La cara de Chilín era todo un poema, no tenía ni idea de que narices era lo que había en el saco pero tras observarlo atentamente un par de segundos no había lugar a dudas. La falta de aire había hecho que lo que minutos antes fueran violentos movimientos ahora se convirtieran en unos vagos maullidos. El Tuerto emitió una sonora carcajada.

–No me digas que al final los cogiste.

Paco sonrió satisfecho por su hazaña.

–Entonces… ¿Para cuándo la comida Chilín?

El Tuerto levantó el saco del suelo y lo apoyó en una roca amplia que había al lado del bar. Miró a Paco y se sentó encima del saco.

–¡Mañana al mediodía amigo! –Para cuando Chilín había acabado la frase, sus más de 100 kilos habían silenciado por completo el saco.

–Perfecto, vendré con el chaval.

–Pues aquí os espero con un guiso de primera, ya sabes que el gato era la especialidad de mi madre.

–Con que esté la mitad de bueno que estaba el de Doña Carmina que en paz descanse, me conformo –Paco le dedicó una sonrisa amable y Chilín le correspondió–. Bueno, parto ya que hoy tengo faena. Mañana nos vemos amigo.

 

Paco emprendió su camino de vuelta a la vaquería, mientras tanto, el Tuerto se levantaba y abría el saco para observar el contenido de este.

Chilín despellejó a los felinos como si de palomos se tratasen y los dejó secando todo día y toda la noche como le había enseñado su madre.

A la mañana siguiente, Chilín se levantó excitado, la vida en el pueblo era tan tranquila que el más mínimo suceso servía de aliciente para animar el día.

Tras asearse, fue a El Nogal y empezó a preparar todo para sus clientes más madrugadores. El Tuerto atendía rápidamente a sus parroquianos para poder pasar el mayor tiempo posible entre fogones. Intentaba recordar los trucos de cocina de su madre, pero en cuestiones de guisos, el Tuerto nunca heredó la mano de Carmina. Chilín puso todo su empeño en que la comida del domingo estuviera a la altura y cuando la memoria le fallaba, experimentaba con alguno de los ingredientes que tenía a su alcance. “Cebolla, patata… ¿Calabacín? ¿O era calabaza? Bueno que más da, no hay de ninguno. El pimiento le dará buen sabor. Juraría que llevaba ajo… Qué pena que no tenga zanahorias”.

Cuando el reloj marcaba la una del mediodía, Paco y su hijo cruzaron la puerta de El Nogal. A Alfonso le encantaba hacer ese tipo de cosas junto a su padre y la ilusión del muchacho se reflejaba en el brillo de sus ojos.

Chilín escuchó la puerta desde la cocina y salió al bar mientras Paco y su hijo caminaban hasta la barra.

–Buenos días señor Chilín –dijo tímidamente Alfonso.

La España de mediados del siglo XX. Carecía de muchísimas cosas, pero no de educación.

–¿Qué tal Alfonso? –le respondió amablemente el Tuerto desde el otro lado de la barra.

–Eso que tienes por ahí dentro huele que alimenta –comentó Paco con alegría.

–Mejor sabrá… Mejor sabrá. Bueno iros para la mesa que ahora llevo todo.

–Trajimos una hogaza de pan –dijo Paco mientras ponía la bolsa con la hogaza de pan encima de la barra.

–Tiene buena pinta, espera –Chilín se giró, cogió una botella de vino del estante, un par de vasos y llenó otro de agua–. Toma lleva esto que ahora mismo saco el guiso.

 

Paco y Alfonso fueron a una de las mesas más cercanas a la única ventana de El Nogal. El muchacho estaba inquieto por conocer cómo sería aquella experiencia culinaria y no paraba de imaginar que aspecto tendrían los felinos en el plato. Mientras el joven se perdía entre ensoñaciones, su padre se sumergía en la voz que emanaba del viejo transistor. Cuando llevaban poco más de 10 minutos allí sentados, Chilín llegó con un gigantesco puchero de barro humeante, desprendía un olor muy apetecible, finalmente entre la memoria y la improvisación parecía que el resultado había sido bueno.

Chilín dejó apoyado el puchero sobre un par de tablas de madera que utilizaba para no quemar la mesa y dio un paseo más hacia la barra para coger unos platos y los cubiertos, mientras Alfonso se relamía de expectación.

El Tuerto volvió a la mesa y empezó a servir el guiso mientras Paco llenaba los dos vasos de vino. Chilín echó el primer cucharón en el plato del muchacho y la cara de Alfonso fue de auténtica sorpresa.

–Padre, ¡no tiene bigotes! –dijo Alfonso preocupado.

Chilín y Paco soltaron una sonora carcajada mientras el muchacho seguía sin comprender nada.

 

–Es que Chilín los afeita antes de cocinarlos hijo, no te preocupes –dijo Paco en un tono cariñoso.

La explicación tranquilizo al niño que asentía con la boca medio abierta mientras aprendía la lección. Chilín seguía riéndose cuando acabo de servir la mesa, apartó el puchero y se sentó.

–Bueno, antes de empezar creo que esto se merece un brindis, que no todos los domingos se come así. –dijo Chilín mientras levantaba el vaso lleno de tinto.

Paco le correspondía y mientras, Alfonso miraba su plato con impaciencia por empezar a comer.

–Y tú qué jovencito, ¿no brindas? –le preguntó Chilín.

–No… –contestó Alfonso con un gesto triste.

–¿Por qué? –Chilín, extrañado, bajó el vaso dubitativo.

–Mi padre siempre dice que brindar con agua trae mala suerte –dijo Alfonso encogiéndose de hombros con un gesto de impotencia.

–¡Mala suerte la de los gatos! –contestó Chilín.

–Lo de los gatos tuvo más que ver con el olor a pescado y la curiosidad que con la mala suerte –Dijo Paco sonriendo.

–Pues nada muchacho –dijo Chilín mientras miraba a Alfonso–, si tu padre dice que la curiosidad mató al gato, levanta ese vaso de agua y brindemos por la curiosidad, que hoy nos va a dejar buen sabor de boca.

Nadie tuvo nada más que decir y todos brindaron. La comida, a pesar de los prejuicios de Alfonso, parecía mucho más apetecible que la mayoría de las que había probado antes y cuando le hincó el diente por primera vez, descubrió que estaba exquisita.

 

La curiosidad llevó a Chilín a perder un ojo.

La curiosidad llevó a los gatos a aquel puchero.

La curiosidad llevó a Alfonso a sentarse en aquella mesa.

 

La curiosidad me llevó a escuchar una historia y crear otra, la curiosidad ha hecho que leáis esto.

 

La curiosidad siempre mueve un poquito el mundo antes de matar al gato.

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