top of page

Pequeñas brújulas para

grandes viajes

Madrid siempre fue precioso en aquella época del año, julio brillaba con cielos naranjas y temperaturas que hacían derretirse a la mismísima diosa de la Castellana.

 

Leo y su grupo de amigos que rondaban los veintitantos tenían la extraña sensación de haber crecido sin darse cuenta, solían hablar de ello con frecuencia, a duras penas quedaba ya algún harapo de la adrenalina por las primeras veces.

Se dirigían a uno de sus bares habituales, las tradiciones había que mantenerlas, cuando de camino a este tras bajarse del metro, Leo observó un pequeño destello en el andén, un brillo liviano en medio de la fría atmósfera del suburbano madrileño. Se trataba de una moneda, una buena manera de comenzar la noche pensó, y sin más preámbulos se agachó y la guardó en uno de sus bolsillos, cayendo en el olvido durante las siguientes horas que duró la ruta de bares míticos.

De camino al penúltimo bar, Leo y sus amigos se toparon con varios indios, de esos que te alimentan con tallarines precalentados a horas indecentes, de esos que siempre tienden una cerveza al sediento. Como no podía ser de otra manera, Leo y Yang, uno de sus amigos, decidieron pararse a conversar con uno de ellos, su nombre era Murali, un simpático ex comerciante de alfombras de Bangladesh, que llegó a Madrid a finales de los 90.

 

Leo recordó aquella moneda que había encontrado en el metro y compraron un par de latas, después reanudaron el viaje camino a aquel penúltimo bar…

Cuando apenas un par de calles les separaban de su destino, aquella moneda, aquella maldita moneda, cayó del lado de la cruz más pesada que podían imaginar. Un par de agentes de paisano les sorprendieron y no hubo piedad. Lo que en cualquier otra ocasión hubiera desembocado en una mera charla o en una pequeña regañina, acabó convirtiéndose en una receta amarga para cualquier bolsillo.

Un par de semanas después Leo y Yang quedaron al salir del trabajo para ir a reconocer la multa, temas burocráticos para lograr un descuento, algo más típico de Preciados que de Plaza Castilla. Tras pasar el trámite y para sobrellevar una bochornosa tarde de verano, en la que hasta el asfalto de la capital suplicaba por algo de viento, decidieron sentarse en una terraza.

Tras un buen rato de conversación, Yang empezó a hablar acerca de algo que había leído en las redes sociales. Una conocida marca de bebidas acababa de sacar una campaña en la que salían varios músicos, deportistas y actores contando sus experiencias con esta bebida. La marca animaba a sus seguidores a grabarse contando la suya propia y subirla a las redes.

 

Yang, que tenía muchos conocimientos del mundo audiovisual le hizo una propuesta a Leo. “Tú escribes, ¿y si grabamos un anuncio?”. Leo le miró a los ojos y guardó silencio un par de segundos antes de dejar escapar una frase corta y directa. “Si consigues una cámara para la semana que viene, yo tendré un guion”.

 

En ese preciso instante algo hizo click y desató el vendaval, la excusa perfecta para hacer en serio algo que tantas veces había hecho en broma.

 

Aquella moneda, aquella bendita moneda, fue el inicio de todo. Aquella moneda acabó cayendo de cara, de una cara sonriente, de una cara con ilusión en la mirada.

bottom of page